Las encontré una tarde de octubre durante una sesión de terapia de mar. Estaba en la playa, enojada conmigo y con la vida, y sentí el impulso de caminar lo más lejos posible. Avancé descalza por el borde del mar, dando pasos rápidos, y dejé que el agua me mojara los pies. Estaba fría. No soy de hablar sola, pero a veces, cuando tengo una necesidad muy fuerte de decirme algo, los pensamientos me salen en voz alta, así que durante esa caminata hablé conmigo, me conversé, me analicé y me reté. Estaba en un momento en el que no sabía si quedarme en Francia, mudarme a Barcelona o volver a Argentina, así que visualicé esos escenarios en voz alta y después de relatarme lo que pasaría en cada lugar me di cuenta de que estaba donde tenía que estar. Me faltaba disfrutar más del presente y no estar siempre a la espera de cosas.

Las piedras las levanté casi sin darme cuenta. Fue otro impulso, como el de hablar sola. No las elegí por lindas o feas, sino que las agarré porque algo me decía que me las llevara. Me acordé de que hacía lo mismo de chica, pero en vez de levantar piedras me llevaba todos los caracoles de la playa. Todavía tengo como trescientos en una caja de lata oxidada. En mi intento de darle sentido a todo, me dije que estaba levantando las piedras de mi camino, para que dejaran de molestar y de bloquearme.

La costa de Biarritz es larga así que podría haber ido hasta el pueblo siguiente pero me cansé mucho antes y di la vuelta. Cuando volví al punto de partida me metí al mar: quise terminar la sesión con un chapuzón de agua helada, como para recordarme que estaba viva y presente. Después me fui a casa con seis piedras en los bolsillos y las analicé siguiendo la exploración #11 del libro How to be an explorer of the world:

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Cuando terminé de escribir las dejé en la mesa del living y quedaron ahí durante varias semanas. 

No sé cuándo fue que las pasé al baño y las puse en uno de los estantes, al lado de los remedios. No les di ningún orden particular, las dejé ahí desparramadas, como quien guarda cosas sueltas en un cajón. Tampoco sé cuándo fue que pasó, pero una mañana fui al baño, las miré bien, y me di cuenta de que una estaba apoyada encima de la otra, en un equilibrio que no puede haber sido accidental.

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¿Quién las puso así? Yo no fui. Estoy segura. ¿Quizá cuando las desparramé quedaron así? No sé, creo que me hubiese dado cuenta.

No me animé a tocarlas, así que siguen así, hace meses, en equilibrio, una encima de la otra, casi balanceándose, como queriéndose caer pero no. A veces en el baño hay mucho viento, o sin querer golpeo el mueble, o agarro un remedio, pero hasta ahora las piedras nunca se movieron de lugar. Y cada vez que las veo pienso que la casa está en orden gracias a ellas y que el equilibrio de mi mundo seguirá intacto mientras ellas sigan en esa posición.