13 de marzo de 2017
Obernai, Francia.

Querida Caro,

Me daba miedo empezar a escribir esta carta y la dejé para último momento. Mi cabeza siempre me dice que hay algo más importante o urgente para hacer que sentarme a escribir. Últimamente ya no escribo. O sí, escribo: mando mails, publico posts, hago listas de pendientes, chateo por whatsapp, apunto* cosas sueltas en mi cuaderno, pero no escribo. (*Había escrito “anoto cosas sueltas en mi cuaderno” y lo cambié por “apunto” porque me acordé de una tarde que pasé con la familia de un amigo en Bogotá, creo que era el día del padre o de la madre, y le dije al abuelo de la familia: “anoto tal cosa” como diciendo “tomo nota de lo que me dice” y se empezó a reír y me dijo que eso era un ano muy grande. Desde ese día me da un poco miedo decir anoto en otros países).

La gente cree que soy valiente y yo siento que con los años me vuelvo cada vez más miedosa. Me dan miedo insectos que ni sabía que existían, me da miedo que un tiburón lo ataque a L mientras hace bodyboard (ese miedo es de él, en realidad, pero me lo transfirió), me da miedo que los aviones se caigan (sabés que cada vez que veo a lo lejos un avión que despega tengo la sensación de que en cualquier momento va a frenar en mitad del aire y va a caer en picada), me da miedo abrir ciertos mails, me da miedo que la vida pase muy rápido, me da miedo ser viuda. Pero una de las cosas que más miedo me da es escribir, es pensar en pasar mis experiencias y pensamientos al papel en formato de textos o de libros. Como dijo Tim Urban en su charla TED acerca de la mente del procrastinador: “Quisiera ser una persona que ya dio una charla TED”, y yo quisiera ser una persona que ya publicó diez libros.

Lynda Barry dice que los proyectos nuevos paralizan. No sé si a vos te pasa, pero la resistencia que encuentro cada vez que quiero sentarme a escribir es enorme. Sentarme todos los días frente al papel o la pantalla es algo que me encanta y me horroriza a la misma vez. ¿Pasará en todas las profesiones? ¿Un médico se sentirá encantado y horrorizado de operar a un paciente? ¿Un maratonista se sentirá encantado y horrorizado de correr? Mi intuición me dice que no, que hay personas que hacen lo que les gusta y no tienen la cabeza llena de monos que tiran frases desalentadoras a intervalos regulares como si estuviesen lanzando bananas. Yo siento que nací para escribir —no porque lo haga bien o mal, sino porque me parece tan necesario como respirar— y a la vez no hay nada que me genere más procrastinaciones que sentarme a escribir (“tengo que limpiar la alfombra”, “voy a rediseñar el blog”, “salió la temporada nueva de x serie”, “estoy cansada”, «cómo me voy a quedar adentro con lo lindo que está el día»). ¿Y sabés por qué? Porque me da miedo. Es eso. Me da miedo.

Tengo miedo de ver mis borradores de mierda, de darme cuenta de que nunca voy a escribir un texto terminado de una sola vez, de ser repetitiva, de no animarme a escribir sobre las cosas importantes, de hablar de fantasmas, de depresión, del pasado, miedo de que alguien lea todo eso. Tengo miedo de mis censores, ante todo, de esos monos —cada vez son más, esto ya es una reserva ecológica— que me dicen que a nadie le va a interesar lo que escribo, que todos me van a juzgar, que quién me creo que soy, que mi vida no es especial, que por qué no me dedico a tareas humanitarias, a salvar gente o a crear fundaciones. Porque escribir no es ayudar, me dicen esas voces, pero algo muy en el fondo mío me dice que sí, que la escritura también salva vidas. Anne Lamott escribió, para mí, una de las definiciones más lindas del acto de escribir en su libro “Bird by bird”:

“So why does our writing matter, again?” they ask.

“Because of the spirit, I say. Because of the heart. Writing and reading decrease our sense of isolation. They deepen and widen and expand our sense of life: they feed the soul. When writers make us shake our heads with the exactness of their prose and their truths, and even make us laugh about ourselves or life, our buoyancy is restored. We are given a shot at dancing with, or at least clapping along with, the absurdity of life, instead of being squashed by it over and over again. It’s like singing on a boat during a terrible storm at sea. You can’t stop the raging storm, but singing can change the hearts and spirits of the people who are together on that ship.”

Hace unos días, la hermana de L nos contaba los miedos de sus hijos: la más chiquita tiene 4 años y al parecer recibe visitas de su bisabuela que murió el año pasado. Todas las noches le dice a su mamá: “Decile a la abuela que se quede en el cielo, que no me venga a ver ni me hable porque me da miedo”, pero no se lo dice gritando ni llorando, se lo informa. El más grande tiene 7 años y algunas noches grita porque le dan miedo la oscuridad y los monstruos del pasillo. Todos tenemos miedo, es una de las características más humanas que existen y eso me tranquiliza un poco. Además creo que en el fondo es bueno: sin miedo no nos sentiríamos vivas, no habría desafíos. Al miedo hay que domesticarlo, aprender a convivir con él, aceptarlo y no dejar que nos controle. Hay que convertirlo en un aliado y tal vez esa sea una de las tareas más difíciles que nos toca, pero hay que hacerlo. Por eso no quería dejar de escribirte esta carta.

Quiero ver tu libro nuevo.

Un abrazo,

Aniko

[Este post pertenece a la serie «Cartas desde el otro lado del mundo» que estoy escribiendo con Caro Chavate. Podés ver su carta acerca del miedo en su blog.]