I. La creación

El mazapán es huérfano,
nadie reclama su paternidad.
Dicen que es hijo del polvo de una almendra que en medio de una orgía
decidió ponerle azúcar a las cosas.
Otros aseguran que en su ADN hay maní,
leche condensada,
semillas de calabaza,
arroz,
nueces,
«cacahuete».
Pero el mazapán de pura raza
tiene almendras peladas y nada más.

Los que saben dicen que nació en Persia
y que de ahí viajó a España y cambió de pasaporte.
Martius panispasamadión,
masapadión, masa y pan.
Yo digo que nació un 29 de julio en Buenos Aires
sobre mi segunda torta de cumpleaños.
Era una manzanita
del tamaño de una bolita de vidrio,
blanda y dulce,
con una textura distinta,
más dura que un bizcochuelo, más blanda que una trufa.
¿A quién se le habrá ocurrido que el mazapán era más rico con forma de verdura?
Cuando lo probé me avisaron: al mazapán lo amás o lo odiás.
Hoy no necesito a ningún psicólogo,
sé que el día que probé el mazapán nacieron mis peores adicciones.

II. La caída

Mucho se habla del mazapán
pero poco se sabe de él.
Lo acusan de muchas cosas:
de ser retro,
de no ser comestible,
de ser porcelana fría,
de ser salado,
de arruinar los postres,
de no tener razón de existir.
Hago una búsqueda y Google completa la frase:
“El mazapán es feo”
“El mazapán engorda”
“El mazapán es comestible”.
Es injusta la vida del mazapán,
uno de los grandes incomprendidos de nuestra época:
en los cumpleaños queda en los platos,
nadie lo quiere en las tortas,
muchos lo prefieren de adorno,
es el excluido entre los turrones,
el paria entre los dulces.
Si aparece en Navidad
se come por compromiso,
Si no hay nadie se da cuenta.
A quién le importa el sueldo del fabricante de mazapán.

III. La reivindicación

Todos dudan del mazapán y hay algo que no entiendo:
está hecho con almendras trituradas,
no con caca
ni con agua de zanja.
Entonces sería lo mismo decir:
me gusta la papa pero no el puré,
me gusta el agua pero no el hielo,
me gusta la banana pero no el licuado.
Eso es un TOC importante.
Que te guste la almendra pero no el mazapán
habla de cierto desorden mental.
Hay quienes dicen: “El mazapán está bien”.
No.
El mazapán está más que bien.
Al mazapán lo amás, no hay punto medio.
Hay quienes le dicen sí al mazapán,
en principio para comerlo,
después se verá.
Hay quienes no pasarían de ir a ver una película
y, tal vez, invitarlo a subir a tomar un café.

Yo me casaría con él.

Si hay un premio a la Reina Nacional del Mazapán
quiero postularme
(siempre y cuando la corona sea de mazapán y pueda comérmela durante la ceremonia).

Ahora entiendo que en este mundo hay dos tipos de personas:
los que disfrutan el mazapán
y los que no entienden nada.
Y sé que si algún día voy a ser recordada por algo,
no será por ser la que viaja,
tampoco por ser la que escribe.
¿Una que viajaba?
No me suena, esa no, yo te hablo de otra,
la que una vez dijo que le gustaba comer porcelana fría,
o una pasta así.
Seré recordada como la chica que defendía a ese no-alimento discriminado.
Porque todo lo demás no importa, son las declaraciones las que perduran,
y esta es la mía:
en mi epitafio, al lado de mi nombre,
no pongan escritora ni viajera
no pongan fotógrafa ni persona
pongan
que dediqué mi vida
a ser mazafán.

Texto escrito hace unos años para un taller literario (ya ni me acuerdo cuál era la consigna), cuando después de un breve sondeo me di cuenta de que nadie entiende la importancia del mazapán. La foto es de las frutitas que hace Marisa, la prima de mi mamá, la culpable de esta adicción.